Lo que aprendí sin creer

Por Eva Sierra.

No soy creyente, hoy, a mis 45 años, puedo decir que no lo soy, aunque cuando era pequeña las cosas eran diferentes.

Me bautizaron, hice la comunión, fui a un colegio de monjas, vi clases de religión hasta los 17 años. Antes de empezar las clases, cada mañana, todas nos poníamos de pie frente al pupitre, con nuestra falda de cuadros verdes y rojos perfectamente planchada, y rezábamos con las monjas. No importaba la asignatura, el rezo de las
9 de la mañana era sagrado.


Iba a misa todos los domingos con mi madre y mi hermano, hasta los 18 años que hice la confirmación. Casi de la noche a la mañana dejé de ir, empecé la universidad y los domingos prefería dormir después de trasnochar en vez de madrugar. Poco a poco, con el paso de los años, la madurez o quizá los viajes, quien sabe, porque también han abierto mi mente a ver que hay otras religiones más allá de la nuestra, fui tomando distancia, y a día de hoy no me considero creyente, al menos no en el sentido tradicional.


Creo en mis seres queridos ausentes, les rezo a ellos cuando pienso que debo dar gracias o pedir algo. Prefiero rezar a mis abuelas que las conozco más que a ¿Dios? Hace unos meses escuché a alguien decir que no somos creyentes hasta que experimentamos las peores turbulencias en un avión, entonces todos rezamos y nos encomendamos a todos los dioses. La verdad, no he pasado todavía tanto miedo como para ponerme a rezar en un avión, pero seguro que pensaría en mis abuelas.


En mi viaje a Bután, cuando estábamos apenas en el ecuador de la ruta, una mañana empezamos con la visita a un monasterio muy especial para nuestro guía, de sus favoritos nos dijo. Dendup, con una pasión contagiosa, nos explicó que las pinturas del templo contaban la historia de Buda. Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, fuimos recorriendo esas coloridas y minuciosas obras de arte mientras él nos narraba, escena a escena, la vida de Buda como nunca antes la había escuchado. La explicaba con tanta intensidad, con tantas ganas, que hasta daba envidia ver su entusiasmo al mostrarnos su religión.


En Bután la rama budista predominante es la Mahayana, también llamado budismo tántrico o esotérico, nombre que le hace bastante justicia y que dista mucho de la idea que tenía en mi cabeza. De forma muy resumida, Dendup comenzó a contarnos cómo Buda nació en la India, concebido milagrosamente cuando un elefante blanco entró en el costado de su madre. Siddartha era un príncipe que vivió con sus padres en una vida de comodidad y lujo, pero al tomar conciencia del sufrimiento humano se enfrentó a su padre y renunció a su vida para buscar una verdad más profunda. Tras años de viaje por las actuales India y Sri Lanka y años de meditación bajo el árbol Bodhi, alcanzó la iluminación y se convirtió en el Buda.


Desde entonces, dedicó su vida a enseñar el camino hacia la liberación del sufrimiento. Tras su muerte, el Buda regresó en una segunda manifestación, muy similar a la resurrección, y aseguran que vendrán futuros Budas para continuar guiando a los seres hacia la iluminación.


Todo esta versión de la vida de Buda, más esotérica, me hizo reflexionar sobre lo similares que en el fondo son todas las religiones, con sus deidades, sus milagros, su forma de nacer y morir, resurrección o reencarnaciones y animales sagrados de por medio.


Le comentamos que salvando las distancias, había muchos elementos en común con la religión católica. La virgen María dando a luz a Jesucristo, siendo virgen, por obra del Espíritu Santo, que se manifiesta en forma de paloma, predicar las enseñanzas, milagros, muerte y resurrección, incluso la existencia del cielo y el infierno en ambos casos.


El caso es que me dí cuenta, que da igual el nombre, el dios, donde nazca o como viva. Las religiones de cada país son una forma de que la gente se aferre a la esperanza, al bienestar y a una manera de vivir y ver la vida que individualmente ayuda a muchos creyentes. Acontecimientos como una enfermedad o la muerte se viven con menos dolor desde la fe y la religión generalmente que desde las no creencias.

Esa mañana, en el monasterio, vi claramente lo valioso que es abrirse a conocer otras religiones. Al igual que la gastronomía, la forma de vestir o la educación, la religión es una parte esencial de la cultura de un país. No acercarse a ella solo porque uno no cree es perderse una parte profunda y auténtica de los viajes. Abrir la mente a lo que se ve, se escucha y se siente es una forma de viajar mucho más rica.


Esas pinturas sobre la vida de Buda fueron una de las cosas más hermosas que vi en Bután. Unos días más tarde, ya en Madrid, se lo conté a mis abuelas, en la cama, antes de dormir, que es cuando hablo con ellas.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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