Por Nancy Pedraza.
Más allá de los templos célebres y las postales turísticas, existen iglesias silenciosas que resguardan relatos, memorias y arte popular.
Espacios que podrían desaparecer si no aprendemos a mirar más allá de lo evidente.

En cada gran ciudad del mundo hay un templo que se roba todas las miradas. Una catedral que resume siglos de historia, arquitectura y espiritualidad. Un monumento cuya silueta reconocemos incluso antes de pisar el destino. Basta pensar en Notre Dame de París: tras el incendio de 2019, su restauración ha costado más de 800 millones de euros. La reconstrucción ha sido posible gracias a una movilización global, que confirmó el valor simbólico de este tipo de espacios.
Sin embargo, mientras el mundo observa con atención estas reconstrucciones, muchas otras iglesias —menos famosas pero igual de significativas— se deterioran lentamente en silencio. No aparecen en las guías turísticas ni en las listas de patrimonio. No son íconos, pero tienen alma. Y en esa ausencia de foco, también se están perdiendo historias.
Durante mi investigación para Vía Sacra, una plataforma que busca narrar el alma de iglesias y comunidades a través del periodismo de viajes, comencé a mirar estos templos no solo como estructuras religiosas, sino como espacios de encuentro y de identidad. Muchos de ellos no están protegidos por grandes instituciones ni tienen fondos para su conservación, pero siguen en pie por la dedicación de las comunidades que los rodean. Son lugares vivos. Testigos silenciosos de fiestas patronales, despedidas, bautizos, refugios, rezos cotidianos y celebraciones únicas.
Este fenómeno no es exclusivo de una región. En Europa del Este, por ejemplo, muchas iglesias ortodoxas de madera construidas entre los siglos XVI y XIX se enfrentan al abandono. Algunas, como las iglesias de madera de los Cárpatos en Ucrania y Polonia, han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, pero muchas otras sobreviven apenas gracias a pequeñas iniciativas comunitarias. En países como Rumanía o Bulgaria, templos con frescos extraordinarios están cerrados o en ruinas por falta de recursos y visibilidad.
En España, regiones como Galicia o Castilla y León han comenzado a integrar rutas culturales que enlazan templos rurales con senderos naturales y gastronomía local. Estas rutas no solo fomentan el turismo sostenible, sino que también revalorizan espacios religiosos que antes no figuraban en ningún mapa. Ejemplos como Las Rutas del Románico en Castilla y León permiten reconectar con templos que custodian siglos de historia, arte sacro y memoria rural.
En América Latina, la situación también es compleja. Existen capillas indígenas construidas con técnicas ancestrales que siguen activas solo gracias al cuidado de sus habitantes. En lugares como Oaxaca, Cajamarca o Boyacá, muchas iglesias coloniales en zonas rurales apenas reciben atención institucional, aunque sean núcleos de identidad cultural y espiritual. En ellas, la religiosidad popular se entreteje con la resistencia, la memoria oral y las tradiciones vivas.
En contraste, vemos cómo los templos más conocidos se sostienen también por el recuerdo. Su fama les otorga un tipo de protección. El visitante que va a Roma quiere ver el Vaticano. Quien llega a Colonia, en Alemania, se detiene ante su imponente catedral gótica, una de las más visitadas del país. ¿Pero qué pasa con los templos más pequeños, los que no tienen nombre en la guía pero están cargados de historia? El turismo cultural y espiritual puede ser un puente. No solo desde una perspectiva económica, sino también como una forma de hacer memoria y de contribuir a la conservación patrimonial. Ejemplos como el Camino de Santiago, la Ruta del Barroco Andino en Perú y Bolivia, o incluso los itinerarios del sur de Italia muestran que los viajeros están dispuestos a conectar con lo simbólico si se les ofrece una experiencia auténtica.
En estos trayectos, no solo descubrimos un templo, sino también el entorno: las historias de los vecinos, las prácticas de fe cotidiana, la arquitectura vernácula, los rituales que no están en los museos. La iglesia se convierte en punto de partida para redescubrir la historia de una comunidad. Y, a veces, también para preguntarnos sobre nuestra relación con lo sagrado, lo colectivo y lo invisible.
Entiendo que este es apenas el inicio de un camino. Tal vez las respuestas no estén del todo claras, pero sí hay una certeza: detenerse en estos espacios olvidados o simplemente pasados por alto puede ser una forma de descubrir algo más profundo, tanto del lugar como de nosotros mismos. Tal vez la próxima vez que planifiquemos una ruta, podamos incluir una iglesia silenciosa en un pueblo pequeño, un templo modesto que aún guarda historias sin contar. Porque a veces, los viajes más memorables no están en los grandes destinos, sino en esos rincones que nos invitan a mirar con otros ojos
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.
En la búsqueda de lo monumental, olvidamos que lo sagrado a menudo habita en lo modesto. Estas iglesias silenciosas, desgastadas por el tiempo pero vivas en la memoria de quienes las sostienen, nos recuerdan que la verdadera herencia no está en la piedra, sino en el latido humano que la habita. Su deterioro no es solo pérdida de muros, sino de relatos que nos enseñan que lo eterno no siempre brilla: a veces persiste en el murmullo de lo invisible, esperando ser escuchado. Viajar, entonces, se convierte en un acto de humildad: aprender a ver con los ojos del alma, donde lo pequeño guarda la esencia de lo aspiramos hacer infinito para apreciar la grandeza de nuestra humanidad.