Por Laia Ávila.
En mi viaje de fin de máster a Sabah, Borneo, recorrí parques, selvas y centros de conservación. Pero fueron los días junto al mar de Célebes los que marcaron una verdadera transformación en mí. Este mar, parte del famoso Triángulo de Coral, alberga arrecifes que esconden miles de especies. Había planificado esas jornadas para conocer la fauna marina, aprender sobre conservación y, si lograba superar mis miedos, lanzarme al mar abierto.

Me temblaban las piernas cuando Dante me extendió la mano. La embarcación se movía con el vaivén de las olas, mientras la lluvia caía implacable desde un cielo azul oscuro, casi negro. Flotábamos frente a la isla de Timba Timba, rodeados de un azul que, a pesar de la tormenta, lucía paradisíaco. En España, me había bañado muchas veces en el Mediterráneo, pero siempre cerca de la orilla, siempre con una cautela que rozaba el respeto. Cuando incluí Semporna en el itinerario de mi viaje de fin de máster, lo hice con una mezcla de entusiasmo y temor. Sabía que sus islas eran famosas por su biodiversidad, pero no estaba segura de si yo estaba lista para sumergirme.
Dante, un guía local de pocas palabras y sonrisa tranquila, fue quien me ayudó a cruzar esa barrera. Apenas hablaba inglés, pero nos entendimos a base de gestos, señas y sonrisas sinceras. Cuando llegó el momento, con una paciencia casi hipnótica, me enseñó cómo
relajarme, cómo dejar que el agua me sostuviera y cómo abrir los ojos sin miedo. Y lo que vi cuando lo hice fue como entrar en otro mundo. Bajo el agua, la lluvia cesó, los colores se volvieron más intensos, las formas más perfectas y el silencio más denso.
Bancos de peces brillantes se deslizaron como destellos fugaces a mi alrededor, los corales, de formas imposibles, se extendían hasta donde alcanzaba mi vista. Vi estrellas de mar, erizos, peces de mil colores, e incluso llegué a ver tres tortugas. ¡Estaba cumpliendo un sueño! Cada brazada era un descubrimiento y cada burbuja que escapaba de mis labios, una invitación a explorar más. Todo lo que hasta entonces había sido teoría se convertía ahora en experiencia.
Esa noche, apenas pude dormir. Tenía una mezcla de agotamiento físico y revolución interna. Me di cuenta de que lo que había vivido iba mucho más allá de superar un miedo personal. Necesitaba entender más, profundizar más. Aprovechando que estaba en Malasia, decidí contactar a María, una bióloga marina española que vive en Melaka y con quien ya había intercambiado algunos correos antes del viaje. Le escribí y organizamos un encuentro.
Cuando nos sentamos a conversar, le conté lo que había sentido bajo el agua, lo que había visto, lo que me había removido por dentro. María me escuchó con paciencia y, con una pasión contagiosa y una positividad envidiable, empezó a explicarme los secretos de los arrecifes, las amenazas silenciosas que los acechan y la urgencia de los proyectos locales que luchan por protegerlos. Me habló del blanqueamiento de los corales, de los efectos del turismo mal gestionado y de la importancia de la información.
Escucharla fue asombroso. Lo que había empezado como un reto personal, atreverme a entrar al mar, confiar en Dante, dejar atrás el miedo, se transformaba ahora en un compromiso mucho más profundo: el de usar mi mirada de periodista para aprender, para contar, para dar voz a las historias que nacen bajo la superficie del agua.
Hoy, ya no miro el mar solo con respeto cauteloso. Lo miro con curiosidad, con compromiso, con un deseo de entenderlo y protegerlo. Sé que este viaje no termina aquí. Es solo el inicio de un camino que quiero seguir recorriendo, aprendiendo y compartiendo. En Semporna no solo me lancé al mar, también me lancé a comprender mejor el mundo, sin dejar que el miedo me frene.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.