Por Katerina Mandrygina.
El reloj marcaba las 4:30 de la mañana cuando me despertaron. Afuera, la sabana aún dormía envuelta en una oscuridad tan densa como silenciosa. Me subí a la camioneta casi sin hablar. El aire era fresco, expectante, como si la tierra supiera lo que estaba por pasar. No todos los días se ve amanecer desde un globo aerostático sobre el Serengueti.

Nos llevaron hasta el punto de despegue, donde las antorchas calentaban poco a poco la tela inmensa del globo. Cuando subimos a la canasta, sentí una mezcla de emoción y nervios: estaba literalmente a punto de elevarme sobre uno de los lugares más emblemáticos del planeta.
Flotar sobre el Serengueti fue algo que no había imaginado ni en mis sueños más salvajes. El sol comenzaba a salir con esa timidez poderosa que tiene en África: no sólo ilumina, transforma. Desde arriba, todo era vida. Manadas de antílopes, hipopótamos ocultos entre las aguas, jirafas que caminaban como si el tiempo no las alcanzara.
Esa altura me permitió ver más allá de los animales. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí fuera de mí y dentro de algo mucho más grande. No era una espectadora; era parte del mundo.
Llegar al Serengueti ya había sido en sí mismo una aventura. Volamos desde Dar es Salaam hasta el aeropuerto de Seronera, en medio de la sabana. Desde ahí, cada minuto fue una postal: paisajes dorados, cielos infinitos, árboles solitarios como esculturas naturales.
Nos hospedamos en el Four Seasons Safari Lodge, un lujo casi surrealista en medio de la naturaleza salvaje. Desde la terraza del restaurante podía ver los animales acercándose a tomar agua, como si no notaran que estaban tan cerca de nosotros. Pero la verdad es que nosotros éramos los invitados; ellos eran los dueños de casa.
Cada salida de safari era una experiencia nueva. El guía local, con la mirada entrenada y una serenidad contagiosa, nos ayudaba a distinguir elementos que yo jamás habría notado: una cola de leopardo asomando entre los árboles, una chita protegiendo a sus bebes, una hiena con la pata lastimada que perdió a su manada.
Y luego, claro, estaban los momentos íntimos. El primer encuentro con un león a menos de cinco metros. La sensación de mirar a un elefante, tan enorme, que me quedaba sin respirar, por el miedo y por el asombro que sentía. Me sentí expuesta y protegida a la vez. Vulnerable, sí, pero también profundamente viva.
Antes de este viaje, el Serengueti era para mí un destino soñado, una palabra exótica en mapas de viaje. Ahora es un lugar que me habita. Me enseñó a observar, a esperar, a no dominar el tiempo ni la experiencia. Me recordó que el periodismo de viajes no es solo contar lo que ves, sino dejarte transformar por lo que encuentras.
Y así fue: volví diferente. Más humilde, más atenta, más conectada con lo esencial. Porque al final, el viaje no es el trayecto entre dos puntos. Es el desplazamiento interno que ocurre cuando te dejas tocar por lo que te rodea.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.