Descalza entre gigantes: El viaje que me enseñó a mirar distinto

Por Nancy Pedraza.

En Amritsar, al norte de la India, el sol no era suave ni agresivo aquella mañana. Era dorado, como el templo al que me acercaba. Me quité los zapatos, me cubrí la cabeza con un pañuelo y avancé junto a una fila de personas que llegaban en silencio, con devoción.

Apenas crucé la entrada, sentí la frialdad de las baldosas bajo mis pies y el reflejo del Templo Dorado en el agua. Me había adentrado en un santuario que parecía suspendido entre el cielo y el estanque Amrit Sarovar. Mi viaje había comenzado días antes en Delhi, una ciudad vibrante donde los cables eléctricos cuelgan como telarañas sobre mercados que nunca duermen.


Desde ahí seguí al Taj Mahal en Agra, con su simetría impecable y su historia de amor esculpida en mármol. Luego Jaipur, la ciudad rosa, con palacios que parecen surgidos de un cuento. Era la ruta clásica del llamado “Triángulo de Oro”, un recorrido lleno de belleza, monumentos y miles de turistas. Pero algo dentro de mí aún se movía en automático: tomaba fotos, admiraba, pero aún no había sentido ese clic que te cambia el viaje.

Fue en Amritsar donde todo se transformó. Entré al complejo del Templo Dorado y lo que vi me desarmó: personas barriendo con recogedores de paja, filas que avanzaban en orden, y, en el centro de todo, el sonido suave de las oraciones. La arquitectura del templo una fusión entre el estilo mogol y rajput brillaba, pero lo que más me conmovió no fue su forma sino su fondo.


En la cocina comunitaria, conocida como Langar, donde se sirven alimentos gratuitos a más de 40.000 personas cada día, sin importar religión, casta o nacionalidad. El número no entraba en mi cabeza. Vi
una olla del tamaño de una piscina, cucharas gigantescas, como remos y verduras frescas apiladas en el suelo. Al caminar, sentí bajo mis pies desechos de cebolla, restos de zanahoria, un líquido viscoso que me hizo patinar un par de veces. En un instante intenté limpiarme algo que me parecía una cáscara de cebolla, pero ya no importaba si mis pies estaban sucios.


Vi a decenas de voluntarios cocinar, servir y lavar las bandejas en una coreografía ruidosa, todos iguales, todos dando. Allí no preguntaban quién eras, ni de dónde venías. Si tenías hambre, te alimentaban. Esa compasión silenciosa, esa generosidad práctica que se expresa a través de algo tan básico como un plato de comida caliente, me conmovió profundamente. No era beneficencia, ni limosna. Era dignidad compartida: cocinar con amor para quien desea recibir.

Me costaba entender cómo este lugar podía existir en la misma India donde, días antes, había visto personas en indigencia profunda, acostadas a las puertas de templos y estaciones, sin pedir nada. Cuando pregunté, mi guía explicó que muchas personas creen que esa condición es parte de un ciclo espiritual: el alma está viviendo una experiencia de aprendizaje antes de alcanzar una nueva vida mejor. Por respeto a esa transformación interior, no se les interrumpe ni se les ayuda directamente.


La idea me sacudió. En Colombia, la pobreza se enfrenta con acción o
indignación, pero rara vez con aceptación espiritual. Aquí, la compasión no era paternalismo, era respeto por un camino individual. Esa comprensión me llegó tan profundo como el agua del estanque en el que los fieles se sumergen como símbolo de purificación.


En ese momento entendí que el viaje no solo era hacia templos o ciudades, sino hacia una manera distinta de mirar. El contraste entre el mármol blanco del Taj Mahal y la suciedad bajo mis pies en la cocina del Templo Dorado fue también un contraste entre lo que esperaba y lo que encontré. Fui pensando en monumentos, y descubrí humanidad.

El Templo Dorado no solo es sagrado para los sijs, también es una metáfora de apertura. Sus cuatro puertas en cada punto cardinal simboliza que todo el mundo es bienvenido. Como viajera, ese gesto me dio una lección: no se trata solo de entrar a lugares, sino de dejar que esos lugares entren en ti.


Hoy, al recordar ese viaje por el norte de la India, veo que el itinerario turístico fue solo una excusa. Delhi, Agra, Jaipur y Amritsar fueron nombres en un mapa, pero lo que transformó mi mirada fue caminar descalza, aceptar no entender todo, y permitir que algo se removiera dentro.


Viajar no es una carrera de lugares visitados, sino una forma de abrir grietas en nuestras certezas. Muchas veces, el verdadero trayecto comienza donde termina el itinerario. Por eso, si algún lector está por planear una nueva ruta, lo invito a detenerse también en los lugares que no figuran como “imprescindibles”, a quitarse los zapatos literal o simbólicamente y dejarse transformar. Hay templos, cocinas, plazas o estaciones que no aparecen en los rankings, pero donde puede pasar algo esencial: que uno se vea a sí mismo con nuevos ojos.

Y si me preguntan hoy qué define a un buen viajero, diría esto: mantener la mente abierta a lo que viene, sin esperar que todo se parezca a lo que uno ya conoce. Porque hay destinos que nos enseñan a mirar, a escuchar distinto, a vivir con menos juicio y más presencia.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

6 comentarios en «Descalza entre gigantes: El viaje que me enseñó a mirar distinto»

  1. ¡Qué relato tan inspirador! El viaje no solo nos lleva a lugares nuevos, sino que nos transforma por dentro. La experiencia en el Templo Dorado, con su generosidad sin condiciones y su profunda humanidad, es un recordatorio de que lo más valioso de viajar no son los monumentos, sino las conexiones que hacemos y las lecciones que aprendemos. Gracias por compartir esta reflexión tan hermosa sobre la importancia de viajar sin centrarse en solo tener los ojos abierto sino también con el corazón abierto.

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    • Hola Luis David,

      Muchas gracias por tus palabras. Coincido plenamente contigo: a veces, los momentos más transformadores del viaje no tienen que ver con lo que vemos, sino con lo que sentimos y aprendemos en el camino. El Templo Dorado no solo me permitió mirar con otros ojos, sino también conectar con una forma de generosidad que trasciende lo material. Qué valioso saber que este relato también resonó contigo.

      Un abrazo y gracias por leer con el corazón abierto.

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  2. Que relato tan descriptivo, hace que el lector se transporte y viaje para vivir la experiencia como si también hubiera hecho parte de ese maravilloso viaje

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    • Hola María I. Victoria,

      Gracias de corazón por tu comentario. Qué alegría saber que el relato logró transportarte y hacerte sentir parte del viaje. Esa es, precisamente, una de las mayores aspiraciones al escribir sobre viajes: no solo contar lo que vimos, sino compartir lo que sentimos, para que otros también puedan vivirlo desde donde estén.

      Un abrazo y gracias por acompañarme en este recorrido con tu lectura.

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  3. Hay personas que escriben y otras que te llevan de la mano por caminos hechos de palabras; convirtiendo cada línea en una invitación a imaginar, a sentir o estar en ese lugar. Esa es precisamente tu magia al contar tu experiencia en este escrito tan descriptivo y maravilloso.

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  4. Luego de leer este relato, pienso que quisiera volver a visitar algunos lugares en que me porté como un selfie turista y que posiblemente desperdicié la oportunidad de vivirlos cómo tu lo has hecho. Gracias por la lección.

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