Por Carles Sancho.
Querida futura viajera, querido futuro viajero:
No sé cuándo leerás estas líneas. Tal vez dentro de unos meses, o quizá pasen años hasta que tropieces con estas palabras mientras inicias tu propia travesía en el periodismo de viajes. Lo que sí sé es que, si estás aquí, compartimos algo: el deseo profundo de entender el mundo caminándolo, de contar historias que importan, de mirar más allá del turista y el mapa.

He recorrido ya algunos caminos, no tantos como me gustaría, pero suficientes para empezar a entender que viajar no es ir, sino estar. Y ser. Y mirar. Durante mi paso por el STJ he aprendido que el viaje más importante no es el físico, sino el interior: ese que te obliga a replantearte tu lugar en el mundo cuando un niño te da la mano en una aldea perdida o cuando una comunidad te acoge sin pedir nada a cambio. Ese que te hace preguntarte qué derecho tienes tú —con tus privilegios y pasaporte— a contar la historia de otros.
El periodismo de viajes no debería ser una postal ni un artículo superficial sobre «los diez mejores restaurantes» de una ciudad. Eso ya lo hace la inteligencia artificial. Tu tarea — nuestra tarea— es otra: hacer preguntas incómodas, dar voz a quienes no la tienen, ser testigo, documentar con honestidad, y narrar desde el respeto. En mi caso, ese compromiso tomó forma en un santuario de fauna en medio de la selva boliviana, rodeado de jaguares, barro y mosquitos. Allí entendí que la selva no es un lugar idílico de postal, sino un ser vivo complejo, duro, peligroso y hermoso. Y que quienes la habitan — animales y humanos— merecen algo más que un pie de foto en Instagram.
No fue fácil. He sentido miedo, soledad, cansancio, dudas. A veces he cuestionado si esto tiene sentido en un mundo que parece ir demasiado rápido, donde la inmediatez ha reemplazado a la reflexión. Pero también he sentido una alegría que no se parece a nada: la de contar algo real, la de ver en los ojos de otros una emoción provocada por una historia que tú supiste transmitir. Ese es el verdadero privilegio de nuestro oficio.
A ti, que estás por comenzar este camino, quiero decirte que no te conformes. No viajes solo para acumular sellos en el pasaporte ni para engrosar un portafolios. Hazlo para entender, para implicarte, para aprender. Lee autores que no se parezcan a ti, escucha lenguas que no comprendas, cuida cada palabra que escribas como si fuera un puente entre mundos que de otro modo jamás se tocarían.
El turismo, tal como lo conocemos, está en crisis. Masas que arrasan, fotos que sustituyen al encuentro, economías locales que se deforman para complacer al extranjero. No podemos seguir viajando como si nada importara. Como periodistas de viajes, tenemos la obligación de denunciar el turismo depredador y de mostrar alternativas: lentas, sostenibles, conscientes. Nuestra voz puede influir. Úsala con responsabilidad.
Y cuando dudes —porque dudarás— recuerda por qué empezaste. A veces será una imagen, una persona, una frase la que te lo recuerde. A mí me ocurrió una vez en Zambia, cuando un niño de ocho años me enseñó que no tenía miedo a los leones, pero sí a que el mundo olvidara que existían. Escribo por él también.
No esperes reconocimiento inmediato. No trabajamos para ganar premios, sino para dejar huellas. Algunas invisibles. Otras, indelebles. Pero todas necesarias.
Al final del camino, lo único que te quedará serán las historias que viviste y cómo las contaste. Sé generoso con ellas. Y no dejes nunca de maravillarte. Porque eso —la capacidad de asombro, la ternura del que observa con humildad— es lo único que hará que tus textos no envejezcan.
Te deseo un viaje lleno de preguntas, encuentros improbables y silencios reveladores. Y, sobre todo, que nunca pierdas la capacidad de mirar con ojos nuevos.
Desde algún lugar del camino,
Un compañero de ruta.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.