Por Carla Franch.
Desde que tengo memoria, me ha fascinado el mundo natural. Puedo pasar horas observando cómo camina un escarabajo, escuchando los distintos cantos de los pájaros o simplemente fotografiando flores y buscando sus nombres. Esa necesidad de observar y de tener un contacto más profundo con el mundo no humano es lo que me llevó a escoger a Charles Darwin como el personaje viajero con el que más me identifico.
Y no por casualidad: su pasión por la fauna y la flora, y su capacidad de transformar la observación en conocimiento, lo convierten para mí en un referente. No solo como científico, sino como viajero hacia lo desconocido.
Darwin no fue un simple explorador. Su viaje a bordo del HMS Beagle, a principios del siglo XIX, fue una expedición que marcó un antes y un después en la historia de la ciencia. En lugares como las islas Galápagos, observó cómo pequeñas diferencias entre animales de distintas islas podían generar cambios sutiles que transformaban grandes cosas. De esas observaciones surgió la teoría de la evolución por selección natural, una idea que revolucionó la forma en que entendemos la biodiversidad, la adaptación y el paso del tiempo.

Pero lo que más me emociona de Darwin no es solo su aporte científico, sino su forma de hacerlo: su capacidad para detenerse, observar, preguntar y maravillarse. En un tiempo en que la ciencia era aún rígida y autoritaria, él se acercó a la naturaleza con paciencia. Y eso es, en esencia, lo que yo también quiero hacer con mi vida: viajar, observar y aprender del mundo natural.
Si Darwin viviera hoy, me lo imagino más cercano a otra figura que admiro profundamente: Jane Goodall. Como ella, lo veo viviendo durante meses en lugares remotos, inmerso en la naturaleza, respetando sus tiempos, dejando que sean los animales y las plantas quienes cuenten sus historias.
Hoy, Darwin solo le bastarían una mochila, una cámara de fotos, un cuaderno y una conexión a internet. Surcaría los mares rumbo a Sumatra, la Polinesia o las islas Mentawai, buscando especies aún no documentadas, comportamientos que no aparecen en los libros.
Probablemente trabajaría en colaboración con comunidades locales, aprendiendo de sus conocimientos ancestrales sobre la fauna y la flora. No se limitaría a observar desde fuera: hoy sería un científico comprometido con la conservación, participando en proyectos de reforestación, protección de arrecifes de coral o rescate de animales amenazados.
Utilizaría herramientas modernas como cámaras térmicas para rastrear animales nocturnos, grabadoras de alta frecuencia para estudiar cantos de aves o murciélagos, y aplicaciones para catalogar el ADN de nuevas especies.
Y, como viajero, seguiría siendo incansable. No iría solo a lugares «exóticos», también exploraría parques urbanos o costas contaminadas, mostrando que la naturaleza está en todas partes, incluso en los rincones más olvidados. Su curiosidad no tendría fronteras.
Quizá tendría una cuenta de Instagram con millones de seguidores. Tal vez escribiría artículos científicos y, al mismo tiempo, sería activista, subiendo vídeos explicativos desde la selva. Pero, en el fondo, seguiría siendo ese hombre curioso, respetuoso, paciente y apasionado, capaz de encontrar en una simple planta la clave de un gran misterio.
Por eso Darwin me inspira tanto. Porque su viaje no fue solo geográfico, sino que nos enseñó que el mundo está lleno de vida que espera ser comprendida.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.