Por Patricia Xercavins.
Recuerdo aquellos días en los que poner un pie fuera de casa daba imponía. Respirar y notar dolor en las fosas nasales, sentir como en una primera inhalación se congelan los pelillos de la nariz. Tardar diez minutos en abrigarse. Mirar bien a qué hora va a pasar el autobús y tener los minutos exactos contados hasta la parada con el fin de minimizar todo lo posible los minutos en el exterior. Recuerdo hacer pasitos cortos como un pingüino para evitar romperme el coxis en otro resbalón. Y es que por mucho que estando en ello quisiera creer que no era para tanto vivir seis meses de invierno al año con medias de -8ºC y semanas de no subir de -20ºC no es fácil, sobre todo si no has nacido allí o no es tu clima natal.

Hablo de los inviernos de los tres años que viví en Edmonton, en la provincia de Alberta, Canadá. Una ciudad tan fría que incluso muchos canadienses la temen. Con más de un millón de habitantes hablamos de una de las grandes ciudades más al norte y más frías que existen. Llegué un poco por casualidad un noviembre, con un Working Holiday Visa en mano. Sin duda no sabía muy bien dónde me estaba metiendo, y me permitió vivir en una relación amor-odio permanente.
La nieve cae a veces en septiembre y, como las temperaturas no suben, acompaña hasta casi mayo. La gran suerte es que no cae mucha cantidad de nieve. El frío de Edmonton es seco, tan seco que hasta resquebraja manos y labios sin piedad pero que permite ver los cielos más bonitos que jamás hayas visto. Cielos de azul intenso sin ni una nube durante el día y largos amaneceres y atardeceres con el gradiente de colores más intenso que se pueda imaginar. Y las noches no se quedan cortas para los valientes que no se quedan calientes en casa, basta con alejarse un poco del centro, donde los “prairies” empiezan a ser protagonistas permitiendo vistas del cielo de 180º. Ahí, en cuanto oscurece, te sorprende el cielo lleno de estrellas, la claridad con la que se ve la vía láctea es de ver para creer. Y sin olvidarnos de que si a veces tienes suerte te encuentras con los colores de una aurora boreal.
Alejándose un poco más de la ciudad, y después de muchos kilómetros de nada, las praderas se convertían en montañas y no cualquier montaña, nada más y nada menos que las Rocky Mountains. Tener la oportunidad de visitarlas en febrero cuando ya hace meses que está todo congelado te da unas oportunidades que, aunque suene exagerado, no se me ocurre otra expresión: jamás podré olvidar. El poder caminar con crampones, pero tranquilamente por el agua congelada a través de paredes de hielo con las formaciones de estalagmitas como en Maligne Canyon es una experiencia que parece solo posible en películas. O poder caminar por lagos congelados gracias a las raquetas de nieve acompañada del silencio más absoluto y solo con el sonido de la nieve aplastada y claro, deseando no escuchar el hielo crujir.
Eso sí, poder disfrutar de estas maravillas exteriores requiere de preparación técnica y mental, y es que estar bastantes horas a -20ºC no es fácil, cosas tan normales como llevar agua para beber se convierten en un reto. Al poco rato de esa temperatura está como una roca, por lo que empieza la búsqueda de termos para llevar té caliente. Manos y pies se enfrían muy rápido, por lo que rápido descubres los calentadores que se activan al abrirlos para llevar dentro de guantes y botas.
Y después de esto, hay pocas sensaciones tan agradables para todos los sentidos como la de volver a entrar a un interior. Sentir como la nariz se descongela y oler ese aroma seco a calefacción que mucho rato agobia, pero que en ese momento te devuelve a la vida. La piel de la cara enrojece y arde por unos minutos tras el contraste. Te quitas el abrigo, los guantes y el gorro mientras te llega el aroma entre amargo y dulce del té con canela que te preparas para recuperarte. Y mientras tanto te sientes una mujer afortunada por haber tenido la oportunidad de vivir esto a pesar de haber nacido en un contexto que está a años luz de esto.
Tras unos años ya de mi vuelta, expresiones como “me muero de frío” no han vuelto a tener el mismo significado para mí. Admiro profundamente a todas aquellas comunidades que han hecho de estas condiciones tan extremas un hogar. Me queda muchísimo por aprender de ellos, eso sí, a partir de ahora en visitas.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.