Por Katerina Mandrygina.
En un rincón de la Sierra Mixteca oaxaqueña, donde el paisaje está hecho de montañas, maíz y caminos de tierra, recibí uno de los regalos más especiales de mis viajes: unas flores de palma, trenzadas a mano por las mujeres artesanas de San Antonio Yodonduza Monteverde. Me las entregaron con una sonrisa tímida los niños de la comunidad, durante la inauguración del comedor comunitario, un proyecto impulsado por Fondo para la Paz.
Aquellas flores no eran naturales, pero tenían vida. Eran firmes, coloridas, hechas con palma tejida con tanta delicadeza que parecía que podían respirar. No se marchitan. No pierden su forma. Y, sin embargo, están vivas: guardan en sus fibras la historia de una comunidad, el arte de sus mujeres y la identidad de un territorio que resiste desde la tradición.
Las artesanías de palma son muy típicas en algunas regiones de México. En Yodonduza, se elaboran con hojas de palma silvestre recolectadas en los alrededores. La técnica se transmite de generación en generación: las niñas aprenden de sus madres y abuelas cómo doblar, enrollar y trenzar hasta formar figuras.

Este saber no se enseña en libros, se aprende con las manos. Cada pieza es única, y aunque no está pensada para venderse como un souvenir turístico, representa con orgullo la creatividad y resistencia cultural de las mujeres de la Sierra.
En las fiestas del pueblo, estas flores decoran altares, arcos de bienvenida y espacios comunes. También se regalan en celebraciones importantes, como símbolo de respeto, gratitud y cariño. En San Antonio Yodonduza, lo que se hace con las manos también se hace con el corazón.
San Antonio Yodonduza Monteverde es una comunidad indígena mixteca donde el tiempo parece avanzar de otra manera. Allí, las familias se organizan para resolver juntas los desafíos que enfrentan: el acceso al agua, la alimentación, la educación. Fondo para la Paz trabaja desde hace años junto a sus habitantes, y fue gracias a ese vínculo que llegué a conocer el lugar y sus historias.
La apertura del comedor comunitario fue un momento emotivo. No era solo un espacio para dar alimentos, sino un lugar para cuidar a los niños, fortalecer a las familias y construir comunidad.
Recibir las flores de palma desde las manos de los niños, para mí fue como recibir una llave a su mundo. Me hizo pensar en cómo lo más simple puede ser también lo más profundo.
Porque esa flor que conservo hoy en casa — intacta, colorida— me recuerda que hay lugares donde la belleza no se compra: se comparte. Este objeto es testigo del peso simbólico de una comunidad que resiste desde la raíz. Que honra su pasado, se organiza en el presente y mira al futuro con dignidad.
Así, cada vez que veo mi flor de palma, no solo recuerdo un viaje. Recuerdo a las mujeres que la tejieron. Recuerdo a los niños que me la ofrecieron con orgullo. Y recuerdo que hay comunidades que florecen, incluso en los lugares más remotos, con la fuerza de quienes saben que su identidad vale más que cualquier olvido.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.