Por Miguel Digón
Al-Balad es el corazón histórico de la ciudad de Yeda. Reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, constituye no solo un símbolo de identidad local, sino también un recurso estratégico para la Visión 2030 de Arabia Saudita, que apuesta por diversificar su economía y posicionarse como un destino turístico de referencia en Medio Oriente. En ese contexto, la sostenibilidad adquiere un papel central: no se trata únicamente de conservar edificios y paisajes, sino de construir una marca turística coherente y con proyección internacional. Sin embargo, la gran pregunta es hasta qué punto esta visión puede ser realmente sostenible y auténtica, evitando caer en los estereotipos de una hospitalidad demasiado edulcorada, diseñada más como espectáculo que como experiencia cultural genuina.
El proceso actual en Al-Balad es ambiguo: por un lado, se impulsa la valorización del patrimonio material e inmaterial de los barrios fundacionales de la ciudad; por otro, acecha el riesgo de lo que algunos estudiosos como Ashworth y Page denominan la “Disneyfication” o la “McDonaldization” del turismo urbano, donde el destino se convierte en un producto estandarizado, simplificado para el consumo masivo y despojado de su riqueza original. En este escenario, muchas casas restauradas se presentan más como escenografías que como espacios habitados. Los visitantes, en lugar de dialogar con la historia viva del lugar, corren el riesgo de ser espectadores de un guion turístico diseñado para “momentos instagrameables”.
En el caso de Al-Balad, los primeros beneficiados deberían ser sus propios habitantes, pues son ellos quienes han sostenido con su vida cotidiana la identidad del barrio. Sin embargo, también se beneficia la marca ciudad de Yeda, que encuentra en esta riqueza cultural un factor de diferenciación y atractivo frente a otros destinos del Medio Oriente. Algo similar ocurre en Dubái, donde, a pesar del desarrollo futurista, la parte antigua sigue siendo la más auténtica, la que ofrece un reflejo de cómo era la ciudad antes de la modernización radical. Ese contraste demuestra que lo que se conserva no es solo un escenario, sino la posibilidad de reconocer el pasado como parte del presente.
El desafío es claro: no se trata de fomentar la masificación, sino de atraer a un viajero motivado por descubrir la historia y el patrimonio, no a un turista más en busca de fotos rápidas. La sostenibilidad cultural exige preservar no solo el patrimonio material, sino también la memoria de los pueblos. Pero no una memoria entendida como algo estático y glorioso, encerrado en vitrinas, sino como un proceso vivo, en transformación, profundamente humano y, sobre todo, único y diferente.

El problema se agudiza cuando el patrimonio se reduce a imagen, a una postal de Instagram, un video de TikTok o un producto empaquetado por influencers que reciclan estereotipos y venden la experiencia como un “safari humano”. En este contexto, los residentes son desplazados o convertidos en actores involuntarios de una tradición fosilizada, y la sostenibilidad se limita a la fachada arquitectónica, olvidando que el verdadero valor de un destino está en los modos de vida cotidianos y en la transmisión viva de sus tradiciones. Por ello, la sostenibilidad cultural no puede quedarse en un eslogan: debe cuestionar críticamente qué tan auténtica es la historia que se consume y qué tan respetuosa es la manera en que se valoran las tradiciones locales.
Aquí aparece un punto clave: la responsabilidad de los periodistas de viajes. No se trata de vender un decorado, sino de mostrar un lugar desde su complejidad. Narrar Al-Balad no solo como un escenario pintoresco, sino como un barrio habitado, con tensiones, memorias, resistencias y transformaciones. Nuestro deber es dar contexto, explicar las capas de historia que conviven en esas calles y advertir al viajero sobre la diferencia entre contemplar un espectáculo y participar de una experiencia cultural respetuosa.
Del otro lado, el viajero consciente también juega un papel fundamental. No puede limitarse a ser un consumidor pasivo de tradiciones congeladas, sino que debe reconocer su impacto y convertirse en un consumidor responsable. En la era digital, el turista es además un prosumidor: no solo consume, sino que produce representaciones de su experiencia al compartir fotos, videos y relatos. De ahí que su mirada y sus acciones tengan un peso en cómo se configura la imagen y el futuro de un destino.
El desafío de Al-Balad frente a la sostenibilidad 2030 no es solo conservar su arquitectura o impulsar el turismo, sino mantener viva su autenticidad cultural. Porque la verdadera riqueza de un destino turístico no se mide en visitantes ni en ingresos, sino en su capacidad de preservar la memoria, respetar la vida cotidiana de sus habitantes y ofrecer experiencias que no conviertan a la cultura en un producto de consumo rápido, sino en un espacio de encuentro y aprendizaje mutuo.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.