Ibiza en venta: cultura, territorio y cuerpos al mejor postor

Por Ingrid Julve

«Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo»
Eduardo Galeano

Ibiza. La postal azul turquesa, la promesa de arena fina y noches interminables bajo luces de neón. Ibiza, el templo de euforia sin fin. Todo esto es el envoltorio, no el contenido. Debajo de esa superficie reluciente laten heridas profundas. Y la pregunta incómoda emerge: ¿Quién se beneficia realmente de este turismo? El relato dominante reduce a la isla a un parque temático de sol, playa y discoteca.
En ese proceso, el legado cultural ha sido relegado a la categoría de decorado. A pesar que la isla alberga huellas fenicias y cartaginesas, salinas milenarias conectadas con el comercio de sal, y paisajes culturales como las “Ses Feixes”, planicies húmedas de alto valor ecológico y patrimonial. La memoria colectiva se convierte en souvenir. Es el fenómeno de la mercantilización de la cultura: lo simbólico transformado en mercancía de consumo rápido, lo vivo transformado en postal para Instagram.

Los ecosistemas ibicencos están pagando el precio. La posidonia, ese bosque submarino que oxigena el Mediterráneo, se desgarra cada verano bajo las anclas de los yates privados. El parque natural de Ses Salines lucha contra el deterioro, mientras organizaciones como Ibiza Preservation o Ibiza Sostenible intentan restaurar lo que otros destruyen con un cóctel en la mano.

La fauna tampoco se libra. El ruido submarino altera la vida de los cetáceos; las aves migratorias pierden refugio en dunas convertidas en fiestas improvisadas; las lagartijas endémicas, símbolo de las Pitiusas, ven su hábitat fragmentado. Sin embargo, la isla resiste. Existen proyectos, cooperativas y programas como Restaura Posidonia que intentan sostener lo que queda. Incluso se han puesto límites: en 2025 se aprobó restringir la entrada de vehículos en temporada alta, con un peaje simbólico de un euro. Medidas que suenan a “sí nos preocupamos”, pero que son apenas un vendaje sobre una hemorragia sistémica.

Y mientras tanto, los habitantes viven la paradoja: la isla que presume “riqueza” los expulsa de sus propias casas. La fiebre turística transforma las viviendas en apartamentos temporales; los precios de alquiler alcanzan cifras desorbitadas, tanto como la codicia del saqueo del arrendador. Personas que van a trabajar a la isla (docentes, personal sanitario, personal de hostelería,…) se encuentran compartiendo vivienda con más personas de lo deseado, durmiendo en coches, en balcones, incluso dentro de armarios. Vergüenza y humillación dista mucho de poder describir lo que estas personas viven. El “empleo turístico” es en realidad precariedad cronificada. Se produce riqueza, pero no para ellos. ¿Cómo sostener una vida digna cuando tu salario no te permite ni el techo sólido?

Y aquí surge el dilema ético que nadie quiere enfrentar: ¿viajar es un acto inocente? Cuando digo “solo quiero disfrutar” , ¿qué maquinaria pongo en marcha con mi presencia? Porque no hay inocencia turística. Cada acción – desde alquilar un coche hasta fondear en un cala, por ejemplo – es una intervención sobre el territorio. Y la corresponsabilidad no puede seguir siendo un eslogan vacío. Ni instituciones, ni empresas, ni viajeros, ni residentes pueden repartirse las culpas como si fuera “la patata caliente”.

Ibiza se tambalea en esa contradicción: prosperidad inmediata frente a destrucción a largo plazo, prestigio internacional frente a pérdida de identidad, diversión privada frente a desposesión colectiva.

Quizá la pregunta decisiva no sea cuánto cuesta venir a Ibiza. La verdadera cuestión es otra: ¿cuánto le cuesta a Ibiza que yo venga?

Ese precio no aparece en la factura del alojamiento. Está grabado en las praderas de posidonia arrancadas, en las casas vaciadas de los ibicencos, en la cultura convertida en mercancía. Está inscrito en la memoria maltrecha de una isla que sigue preguntándose si merece sobrevivir como territorio vivo o morir como espectáculo rentable.

Ibiza se enfrenta a un gran reto: el de reescribir su propia narrativa en la que el turismo y la sostenibilidad no sean enemigos, sino aliados.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.

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