Por Blanca Pereda
Una reflexión sobre vivir donde otros solo quieren irse de vacaciones
Hay una forma de desaparecer que no implica mudarse. Ocurre cuando tu barrio sigue ahí, con las mismas calles y las mismas fachadas, pero ya no es tuyo, ni de Pilar, ni de Ignacio. Cuando la frutería de enfrente cierra porque no puede pagar el alquiler. Cuando la librería de siempre, esa en la que saben qué libro es para ti, se tiene que ir porque se vende el edificio donde llevan cuarenta años trabajando. Cuando dejas de darle los buenos días a los vecinos de toda la vida porque ahora sólo oyes el traqueteo de las ruedas de las maletas y ves caras nuevas cada fin de semana. Cuando comprendes que, en algún momento que pasó desapercibido, tu ciudad, tu barrio, tu casa, se convirtieron en un producto turístico.
Las gráficas no tienen vecinos
Durante años estuve familiarizada con todo esto. Con el otro lado, en realidad. Veía personas a las que les brillaban los ojos al saberse en posición de pedir más, clics que se convertían en reservas, gráficos que crecían. Desde una oficina con vistas todo tenía sentido: oferta y demanda, economía colaborativa, libertad de mercado. Pero los gráficos ni tienen vecinos ni miden la sensación marciana de ser un extraño en tu propia ciudad.
La alarma llegó tarde (o tal vez la teníamos ante nuestros ojos, pero la ignoramos) un día cualquiera caminando por la calle. Tres edificios seguidos con carteles parecidos: «Apartamentos turísticos. Entrada 24h». Donde antes vivía la familia de María, ahora hay un código en la puerta. Donde estaba la mercería, una recepción. La gentrificación no llega de golpe. Llega apartamento por apartamento, vecino por vecino.

Y entonces la ves. La ausencia. Porque las calles abarrotadas de personas caminando en tropel en chanclas y bermudas en pleno noviembre son exactamente eso: ausencia. De locales, de identidad, de pertenencia. La ausencia de la realidad.
El precio de las postales
¿Cuánto cuesta vivir donde otros quieren ir de vacaciones? En la Costa Blanca, como en tantos otros lugares, cada vez más. Los alquileres han aumentado casi un 60% en los últimos años. Además de ver cómo tu ciudad se convierte en escenario de Instagram (y tener que esquivar a turistas de camino al trabajo como si jugaras a una yincana), tu barrio cotiza en Airbnb.
Muchos de mis amigos, que podrían ser los tuyos, se han ido. Una se marchó a un pueblo del interior. Otra volvió a casa de sus padres. Un tercero comparte piso con cuatro personas más, como cuando teníamos veinte años, salvo que ahora tiene treinta y pico y un contrato indefinido. Mientras tanto, un edificio se vende a un fondo de inversión extranjero. Reformas exprés, licencias turísticas, rotación constante de huéspedes que nunca aprenderán que la basura se baja por las noches… El hartazgo de los que quedan se mezcla con la pérdida de identidad de los barrios, reducidos a decorado turístico en el que la vida cotidiana apenas sobrevive.
Pero entonces, ¿es quien alquila el problema? Honestamente, no se puede medir con la misma vara a quien ha heredado el apartamento de sus padres y lo alquila para ayudar a pagar las facturas, y a un gigante que compra lotes de apartamentos como quien compra peras o a las empresas con cientos de propiedades que nunca han visto y que gestionan desde una aplicación móvil.
La corresponsabilidad invisible
Si algo he aprendido es que todos somos parte del problema. Las plataformas operaron durante años en un vacío legal conveniente, los ayuntamientos miraron hacia otro lado mientras sus ingresos subían, los grandes inversores compraron todo lo que pudieron cuando nadie regulaba nada, algunos propietarios alquilaban sin licencia. Y los residentes tardamos demasiado en reaccionar. Normalizamos ver nuestras ciudades convertirse en parques temáticos. Aceptamos con resentimiento que los negocios cierren para dar paso a locales de moda efímera o bares donde te venden una paella rancia y una sangría de dudosa procedencia para cenar.
La sostenibilidad no es sólo medioambiental. Es también social. Es preguntarse si el turismo que queremos es compatible con que la gente pueda seguir viviendo en su barrio. Ahora empiezan a llegar medidas. Moratorias. Delimitaciones de zonas. Inspecciones. Algunas ciudades suspenden nuevas licencias. La Generalitat retira miles de viviendas turísticas irregulares del registro. Pero la pregunta sigue ahí: ¿es suficiente? ¿Es demasiado tarde?
Lo que pudo ser
La ironía es que nada de esto tenía que ser así. El turismo podría haber sido otra cosa: intercambio, conocimiento mutuo, apertura. Habría sido posible, tal vez, incorporando estas medidas desde el principio. No son revolucionarias, ni mucho menos, es sencillamente sentido común. Algunas ciudades llegaron a tiempo y otras, como Venecia o Dubrovnik, se convirtieron en advertencias vivientes que hemos ignorado neciamente: ciudades museo donde los vecinos son figurantes en su propia casa.
La Costa Blanca está en un punto intermedio. Todavía hay vida local, barrios que resisten. Todavía hay panaderías y bares de toda la vida, y valientes que abren nuevos negocios cuando todo parece estar en su contra. Pero cada momento que pasa sin intervención efectiva, la balanza se inclina un poco más hacia el decorado, hacia la escenografía.
Hacemos las maletas
Pienso en esto cada vez que veo a alguien buscando desesperadamente un lugar donde vivir porque le han echado del suyo. Cada vez que paso frente a un negocio con la persiana bajada. Cada vez que escucho la historia de alguien que se va porque no tiene otra. Ellos hacen maletas el domingo para volver a casa. ¿Tenemos que hacerlas nosotros para irnos de la nuestra?
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.