LA RESPUESTA ESTABA EN CASA

Por Mireia Merino.


Las opciones eran tan vastas como los más de 12.000 kilómetros de diámetro que tiene la Tierra de polo a polo o en su diámetro ecuatorial. Tanto como la lista oficial de 193 países que algunos se empeñan en ampliar –o estrechar– a golpe de guerras y cuartelazos. Y no había nada de malo en que el elenco fuera tan amplio. Sólo que pasó lo que le pasa a un niño cuando espera deseoso su turno en una heladería repleta de sabores: que no sabes cuál elegir. Y justo así, mirando el globo terráqueo, me pasé varios meses con todos sus días y sus noches, pensando a qué rincón del planeta podía desplazarme para contar algo que nadie más hubiera contado antes o -siendo más humilde y realista- conseguir contarlo de una forma distinta que atrajera a unos pocos.


Mi primera opción fue Myanmar. Había oído que, debido al aislamiento internacional al que se ha visto sometida en los últimos años, conserva una gran autenticidad que la diferencian por completo de otros destinos vecinos mucho más masificados por el turismo como Tailandia o Vietnam. Era fácil. Un lugar poco frecuentado debería ser sinónimo de haberse contado poco o casi nada.


Perfecto para un proyecto como el que me traía entre manos. La crisis política y social en la que se había visto sumido este país del Sudeste Asiático tras el golpe de Estado de 2021 y los continuos enfrentamientos y desafíos humanitarios que se estaban dando en la región, lo convertían en un lugar muy interesante de documentar.


Como, además, me apasiona el periodismo literario, ese que nos hace viajar hasta las tripas de la sociedad para entender porqué las cosas son como son, y he leído y releído hasta agotar sus páginas las obras en las que periodistas como Leila Guerriero y Martín Caparrós cuentan grandes historias sobre lugares que, al menos a mí, me suenan lejanos, quería escoger un destino que me asegurase, a mí también, grandes historias. Y en todo ese proceso de deliberación absurda y carente del más mínimo atisbo de silogismo, cometí un error que esos autores jamás habrían cometido: pensar que cuanto más lejano fuera el viaje más grande sería la historia.


Pero entonces llegó la DANA. Y los noticieros hicieron lo que hacen siempre en estos casos: darnos acceso diario e ininterrumpido al sufrimiento humano. Vimos llorar a los valencianos que lo habían perdido todo. Lloramos con ellos. Nos enfangamos hasta el cuello para ayudarlos. Y me di cuenta de que no hacen falta guerras, conflictos ni golpes de Estados para desgarrarte de dolor y que se te haga la vida añicos. A veces basta una catástrofe natural y que los que tienen que hacer su trabajo no lo hagan como es debido.


Y en la televisión empezaron a hablar sobre cómo iban a vivir todas esas personas cuyas casas habían quedado enterradas bajo el lodo putrefacto. Y mi mente, inevitablemente, se puso a pensar en cómo estarían viviendo todas las familias canarias que tres años atrás habían visto también como sus hogares quedaban enterrados, esta vez por la lava de un volcán. Y pensé lo que pensaría cualquiera que haya visitado alguna vez alguna de las islas Canarias y se haya enamorado de su gente y de sus paisajes de postal que quitan el hipo: que no hace falta irse a la otra punta del mundo para encontrar historias que contar. Y que, muy probablemente, habría montones de historias que habían surgido de aquella catástrofe de La Palma a las que nadie estaba prestando atención y que nadie se estaba molestando en contar. Y decidí aventurarme a encontrarlas, convencida de que, por lo menos esta vez, la respuesta a la pregunta que me había estado haciendo durante meses no estaba a dieciséis horas en avión con escala ni a miles de kilómetros, sino en casa.

 Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

Deja un comentario

Contacto

School of Travel Journalism

+34 623 98 10 11

hola@schooloftraveljournalism.com

Centro Colaborador de