¿Qué significa hoy ser un “portador” de una tradición culinaria?

Por Ana Oubiña.

¿Puede una cocina que exige décadas de formación sobrevivir en un mundo que vive con prisa? En todo el mundo, las cocinas tradicionales están enfrentando una paradoja incómoda: para sobrevivir, deben transformarse. Pero en ese proceso, ¿Qué se pierde? ¿Qué se conserva? Y sobre todo, ¿Quién decide qué vale la pena proteger?

Desde los mercados de Oaxaca hasta los valles del norte de Italia, pasando por los fogones anónimos de cualquier casa donde se cocina “como antes”, hay un patrimonio invisible que se desvanece sin hacer ruido: el de las técnicas, los gestos y los sabores transmitidos de generación en generación. No es solo una cuestión culinaria, sino cultural.


En Japón están impulsando programas de formación especializados en cocina kaiseki pensados para chefs internacionales. No se trata de academias privadas con ánimo de lucro, sino de iniciativas respaldadas por instituciones culturales que seleccionan cuidadosamente a unos pocos cocineros de todo el mundo para transmitirles las bases de esta cocina con un propósito claro: expandir el conocimiento sin deformar la tradición.


Uno de estos programas selecciona a cinco aspirantes al año. Tras superar una prueba rigurosa — que incluye preparar un menú kaiseki completo en una hora y media, en solitario— los elegidos viajan a Japón para sumergirse en una formación intensiva que culmina con una certificación oficial. La intención es clara: evitar que lo que ocurrió con el sushi vuelva a suceder.

Popularizado, globalizado y, en muchos casos, distorsionado, el sushi se convirtió en marca antes que en cultura. Con el kaiseki, el objetivo es otro. No se trata de replicar una estética ni de vender una experiencia, sino de formar a quienes realmente puedan asumir el papel de intérpretes culturales conscientes.


Formar a cocineros capaces de respetar la esencia de esta cocina mientras dialogan con sus propios entornos. Que no copien, sino que comprendan. Sin embargo, incluso estas escuelas de élite están empezando a flexibilizar sus criterios. En un intento por hacer más accesible el conocimiento y adaptarse a los ritmos del mundo actual, han comenzado a aumentar el número de participantes, acortar la duración del programa y reducir algunos requisitos. Lo hacen sin perder la exigencia técnica, pero conscientes de que si no abren las puertas, la tradición puede acabar asfixiada por su propio hermetismo.


La tensión es evidente: entre el respeto por la herencia y el deseo de romper moldes, entre la conservación y la innovación, entre lo que se considera “auténtico” y lo que ya no encaja en las formas de vida contemporáneas. Y no se trata sólo de Japón. Lo vemos también en la lucha por mantener vivas las cocinas regionales en Europa, en las recetas que desaparecen cuando una abuela muere, en los ingredientes que ya nadie cultiva porque el mercado pide velocidad.

La diferencia es que en Japón, la tradición culinaria está profundamente conectada con una cosmovisión que entiende la comida como ritual, como vínculo con la naturaleza, como forma de arte efímero. Por eso, perder una cocina como el kaiseki no sería sólo perder un tipo de menú: sería perder una forma de mirar el mundo. Frente a eso, algunos chefs están encontrando caminos intermedios.

En Madrid, el chef Steven Wu al que entrevisté adapta el kaiseki a su entorno, respetando su esencia pero incorporando productos locales. En Tokio, otros reinterpretan la estructura tradicional con lenguajes más contemporáneos.

No buscan copiar, sino dialogar. No se trata de congelar la tradición, sino de mantenerla viva a través del cambio consciente. La pregunta entonces no es si la tradición debe permanecer intacta, sino cómo puede transformarse sin perder su alma. Y en esa pregunta, el chef ya no es solo un cocinero: es un traductor cultural, un puente entre tiempos, un guardián del detalle.


Mientras me preparo para viajar a Japón para seguir esta investigación, pienso en todas las cocinas que han desaparecido sin dejar rastro, en las que están a punto de hacerlo, y en las que aún resisten. No se trata de nostalgia. Se trata de entender que cada vez que alguien cocina como si el tiempo no importara, está defendiendo algo más grande: el derecho a recordar quiénes fuimos a través de lo que comemos.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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