Por Raquel Alcalde.
Eran jóvenes, del tipo que sabían que tenían toda su vida por delante. Aventureros, con un espíritu solidario que los impulsaba a explorar más allá de lo conocido. No temían a nada. Aún me sorprendo cuando me cuentan todo lo que vivieron en aquellos años. Sigo soñando con ser la mitad de lo que ellos fueron.
Esta mañana me he despertado con ganas de que mis padres vuelvan a contarme aquella historia que tanto me gusta, la de su viaje al Sahara, hace casi treinta años. Es la típica que deseas que te cuenten una y otra vez, nunca me cansaré de escucharla. Sin embargo, ahora, el motivo es otro: os la voy a hacer saber a vosotros.

Todo comenzó por inquietud. Cinco meses atrás, una niña pequeña había llegado a ocupar un lugar en sus corazones. Se llamaba Huda, ‘هدى’, que en árabe significa guía o dirección. Era una niña de procedencia saharaui. Morena, vivaz y llena de energía. Estaban determinados a conocer como era su vida allí.
La llegada fue impactante, el cielo brillaba sobre ellos. Negro azabache, salpicado por innumerables estrellas que parecían brillar con una intensidad sobrenatural. Algo que nunca antes habían visto con sus propios ojos, que los dejó sin palabras.
De día, Tinduf tampoco dejaba de ser imponente, la arena casi dorada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, terminando en un cielo azul profundo. Los campamentos se alzaban modestos. Las casas, hechas de la propia arena que allí se encontraba se mimetizaban con ella.
Los tejados, grises y metálicos, hechos de uralita, rompían la paleta predominante. Se trataba de un contraste llamativo y que “te llevaba de vuelta a la realidad”. En el interior de las casas, a pesar de su sencillez, los colores eran abundantes. Rojos, granates, marrones y verdes se hacían presentes en las alfombras y sofás, añadiendo calidez y vida al ambiente.
En el campamento, la risa de los niños llenaba el aire. Sin embargo, cada mañana era interrumpida por los aviones militares argelinos que vigilaban la zona, recordándoles la realidad política que definía la vida en ese lugar hace décadas: vivían en territorio argelino, bajo constante vigilancia y libertad limitada. Por la noche, se escuchaba la música que sonaba en las casas. Las mujeres cantaban con una voz potente, con el fondo de la música instrumental en una radio.
En el pueblo, había escasez de hombres, ya que muchos estaban en el frente o empleados en países como Francia, España, Italia o incluso Sudamérica. “Las personas mayores hablaban español, ten en cuenta que el Sahara era una colonia española” me explica mi madre. En las escuelas hay quienes siguen aprendiendo el español como segunda lengua después del hasaní.
En Tinduf, el olfato casi no puede desarrollarse. La arena es la culpable, ya que te tapona haciéndote olvidar el resto de olores. La matanza del cordero, dejó un aroma metálico en el aire. Incluso el hígado crudo de camella, considerado un manjar, dejaba su rastro. En cuanto al té tradicional, amargo como la vida, dulce como el amor y suave como la muerte, olía a calidez, cariño y tertulia. En torno a él se bailaba, escuchaba música, se compartían historias y cotilleos y se celebraban los pequeños avances de los hombres del frente sobre Marruecos.
Los saharauis siempre compartían su comida, los define su hospitalidad. Viven primero para los demás antes que para ellos, si había algo era para los invitados antes que para sí mismos. “No se reservaban un plato, te cocinaban y esperaban a que tú comieras para poder comer lo que quedaba. Era impactante pero parte de su cultura”.
Los sabores eran explosivos, agrios, fuertes. Cada bocado era una experiencia en sí misma. La intensidad del hígado de camella crudo y la peculiaridad de la leche agria de cabra, aunque no siempre agradables es algo que nunca olvidarán. El cuscús, suave y poco condimentado era un contraste reconfortante ante esos sabores tan distintos e intensos.
La arena, presente por todos lados, era fina, resbaladiza y para su sorpresa, fresca. No quemaba sus pies al caminar sobre ella, pese al sol y el calor sofocante. Las alfombras gruesas, vastas y recias eran el suelo del interior de las casas, adaptadas para lidiar con la arena en el interior de las casas.
La piel de los camellos era áspera y su pelaje muy duro, al tocarlo, soltaba kilos de arena. En contraste, la piel de los niños era suave, una sorpresa frente a las expectativas de aspereza. En su propia piel, sentían la suavidad de las telas saharauis que les prestaron. Melfas (para mujeres) y chilabas (para hombre) hechas de algodón. “Me impactó que la gente, a pesar de estar en esa situación, es capaz de conservar la alegría. Los mayores contagiaban a los pequeños.
Habían conocido tiempos mejores cuando vivían en su propio territorio, y sin embargo. Tenían asumida la nueva situación pero seguían luchando contra ella y contagiando positividad” comenta mi madre. “Fui allí simplemente para conocer su situación, sabía que no podía hacer nada porque no está en mis manos su mejora, sino en la de los políticos”. Ella continúa, “mi única arma era poder denunciar y difundir la situación y contagiar a la vuelta a mi entorno de esa inquietud”.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.