Viernes de ch’alla en Oruro: aroma de Khoa, bendición de serpentinas y sabor de cabeza de vaca

Por Mario Lorenzo Quintanilla.

Hoy es viernes de ch’alla en Bolivia. En Oruro, capital del folclore boliviano donde ahora me encuentro sumergido, se respira un aire espeso de Khoa, coca y mixtura. La ch’alla de las minas y de los negocios inunda las calles y socavones en una jornada no solo de celebración, sino, sobre todo, de agradecimiento profundo: a la Pachamama para algunos, al Tío de la Mina para otros.

Vengo de las entrañas de las Minas Nuevo San José, en las afueras de la ciudad, donde los rituales al Tío se viven con una intensidad casi telúrica. El humo de los cigarros, la espuma de la cerveza y los pétalos de flores se entrelazan en ofrendas que gotean respeto y devoción, desprendiendo una suerte de alegría mística. Las manos ásperas de los mineros brindan ofrendas a la figura del Tío, con una mezcla de temor, fe y cariño ancestral.

Desde allí, el eco de la celebración serpentea hasta el corazón palpitante de Oruro, que a partir de mañana se transforma en el epicentro del Carnaval. Los ritmos de las bandas no solo resuenan: atraviesan paredes, pieles y memorias. Bombos que marcan el paso del tiempo, cajas que sacuden el pecho, platillos que chispean como fuegos artificiales, y una mixtura de metales —trompetas, saxofones, trombones, clarinetes, flautas— que dibujan melodías en el aire seco y azul del altiplano.

Siento cómo la música se enraíza en mi alma festera, busca cobijo entre mis costillas y me obliga a sonreír a cada instante. Una gota de sudor resbala por mi frente, evaporándose lentamente bajo el sol andino, mientras el crujir del barro bajo mis botas me recuerda que hace apenas un rato estaba bajo tierra, donde también se baila y se cree.

Hoy, en la ciudad, mi deambular se sincroniza con el de mi “hermano boliviano” Marcelo Meneses, Alma Tunante para quienes lo conocen tras una cámara, un oruño de pura cepa, un hombre de sonrisa franca, una persona querida en cada rincón y en cada mirada de esta ciudad. En esta jornada compartida, Marcelo me regala una nueva experiencia inmersiva, me invita a ser parte del ritual de la ch´alla en el negocio de uno de sus incontables amigos y a compartir una cabeza de vaca asada.

Aunque el plato tradicional, patrimonio del departamento de Oruro desde 2012, es el rostro de cordero asado, desde hace unos años también se ha popularizado la cabeza de vaca asada como manjar típico del Carnaval.

No sé si hoy es el mejor día para experimentos culinarios, después de una noche de rugidos intestinales y una mañana de ayuno medicinal que me reconcilia, al menos un poco, con mi estómago. Pero… ¿y si no hay otra oportunidad? ¿Cómo resistirme a compartir viandas en un ambiente tan cálido, recibido entre sonrisas, abrazos y serpentinas colgadas sobre mi cuello como símbolo de bendición y buenos deseos?

La cabeza de vaca asada, recién traída del horno de una panadería tradicional, reposa humeante sobre la bancada de la cocina. Aún conserva su forma animal. El trinchado apenas ha comenzado y la escena es tan cruda como sagrada. El vapor se eleva en espirales lentas, arrastrando un aroma profundo, denso, que envuelve la estancia con esa promesa de suculenta carne asada que ya me ha conquistado por el olfato.

Pero mis ojos todavía se resisten, sobre todo al detenerse ante el hocico peludo del animal, que asoma entre papel acartonado empapado de jugos y grasa, y no puedo evitar imaginar que esa dentadura quiere decirme algo. “Por favor, tú no me comas”, me susurra desde mi conciencia.

Con una cerveza “Huari” fría en mano —casi como antídoto emocional— y rodeado de complicidad festiva, finalmente me dejo llevar. Me viene a la memoria la infancia, cuando uno se tapaba la nariz para tragar los jarabes más amargos, convencido de que no sentir el olor equivalía a no probar el sabor.

Primero un tímido trozo de carne, con el color y la textura familiar de cualquiera de los filetes de ternera saboreados a lo largo de mi vida. Pruebo después la lengua, tierna, de textura firme pero delicada, casi aterciopelada en el paladar. Luego me animo con los sesos, suaves como mantequilla caliente, con esa textura entre lo cremoso y lo tabú. Pero no, no llego a los ojos. Ni entonces en México, frente a los tacos de ojo, ni ahora. Hay un límite que mi curiosidad culinaria aún no está lista para cruzar.

En este viernes de ch’alla, en torno al calor humeante de una cabeza de vaca asada, compartimos no solo el alimento, sino también brindis, deseos, bendiciones, historias, silencios… y ese lazo invisible que nace cuando uno se deja abrazar por la cultura viva de un pueblo esencialmente hospitalario. Entre serpentinas que ya caen por mi cuello como dulces caricias de colores y risas que chispean en el aire, algo profundo sigue tomando forma en mi pecho, como un eco del corazón que late al ritmo de la Pachamama. Y ahí, en esa comunión de carne, cerveza, humo y memoria, comprendo el verdadero sentido de lo inolvidable: no es solo lo que ves, o saboreas, o escuchas… es lo que se te queda pegado a la piel como un tatuaje imborrable. Como en la canción del Carnaval que resuena en la distancia: “Ecos del corazón, latiendo por amor, quiero ser en tu piel… INOLVIDABLE”.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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