Por Mario Lorenzo Quintanilla.
El viernes previo al Carnaval de Oruro, un taxi se convierten en mi particular Delorean para hacer un viaje en el tiempo.
Desde las inmediaciones de la Plaza 10 de febrero, un primer taxi nos acerca hasta las puertas del Hospital Obrero CNS. Integramos la expedición Marcelo Meneses, fotógrafo orureño más conocido como “Alma Tunante” y, tras una fraguada relación de amistad durante estos días, mi “hermanito” boliviano; y un servidor. Las puertas del hospital son el punto de encuentro con la tercera integrante, Natilena Blanco, nuestra llave de acceso a las Minas Nuevo San José, gracias a que su padre es trabajador de dicha mina, pues esta visita no es apta para turistas ni extraños.

Con la expedición al completo, tomamos un segundo taxi que, en poco más de 10 minutos, nos aleja de la ciudad y, acercándonos más al cielo y a la irradiación solar andina, nos conduce a un paraje inhóspito de colores terrizos y ocres, solo alterados por el llamativo colorido del serpentín que cuelga de algunas puertas y ventanas, evidencia de que, efectivamente, hoy es viernes de ch’alla al “Tío de la Mina”.
Para llegar a nuestro destino final, se abre ante nosotros un túnel de algo más de medio kilómetro del que ni siquiera se ve la luz al final del túnel. Natilena nos advierte de que, aunque no es un reto imposible, atravesarlo caminando sí que exige cierta condición física, pues en algunos tramos la altura no supera el metro y medio y el firme es muy irregular. Esta advertencia hace que Marcelo, estos días aquejado de ciática, decida abandonar la expedición.
El túnel parece erigirse como una puerta del tiempo para transportarnos a través de la larga tradición minera de Oruro que, según Maurice Cazorla, historiador orureño, se remonta a tiempos anteriores a la colonización española. Los Urus -considerados los primeros habitantes de Oruro– ya explotaban la plata a cielo abierto. Para Maurice, la explotación de la plata existente en las minas de la región fue lo que motivó a los españoles a pensar en la fundación de Oruro, el 1 de noviembre de 1606, como Villa de San Felipe de Austria.
Hoy, más de cuatro siglos después de esa histórica fecha y de muchos siglos antes de puesta en valor del albo metal, Oruro sigue conservando su tradición minera, centralizada en la Mina San José, donde algo más de una decena de grupos mineros organizados en cooperativas explotan complejos de plomo, plata y estaño. Historia minera que, en algunos aspectos, parece haberse detenido en el tiempo, especialmente en lo que a duras condiciones de trabajo, creencias y rituales se refiere, como tendremos oportunidad de comprobar unos minutos más tarde.
El “chof”, “chof” de las pisadas sobre restos de agua ácida -que, según, cuentan, ha hecho peligrar en algún momento la vida de las minas de San José- rompe de vez en cuando el silencio de la travesía a través del túnel. También algún comentario quebrado por la mezcla de emoción y expectación que comparto con Natilena, con sabor a azufre, con olor a picante.
Un silencio introspectivo en el que ebullen pensamientos y sensaciones en torno lo que me han contado previamente sobre lo que vamos a vivir. Ese silencio es acallado rápidamente por los sones de los metales y la percusión al otro lado del túnel, donde la luz ya se convierte en guía. Ese sonido de banda, que me ha acompañado prácticamente desde el primer minuto que aterricé en Oruro, nos abre las puertas a la celebración de la ch’alla al “Tío de la Mina”.
Al aproximarnos al punto de celebración en el campamento minero, una alargada mesa ritual blanca con todas las ofrendas a la Pachamama nos da la bienvenida. Junto a ella, postradas y curiosamente inmóviles, cinco llamas blancas con sus ojos tapados por un pañuelo, también blanco, pero mucho más luciente. De su pelaje lanoso cuelgan, a modo de aparente adorno, tiras de lana tintada de rojo, podría decirse que presagio del final del animal en Aparentemente mi presencia extranjera no resulta extraña ni invasiva porque, además de los propios mineros -fácilmente identificables por su casco color tierra y una bufanda de un color arena sobre la que se lee Directorio 2025 Nueva San José-, acá y allá hay personas de a pie,
seguramente familiares, como Natilena, y amigos, como es mi caso.
También hay algún fotógrafo local que, cámara réflex en mano, inmortaliza la escena. Por eso, con cierta incertidumbre y máximo respeto, me animo a sacar la cámara de mi mochila y poner a funcionar el obturador, regulando los parámetros de apertura de diafragma y velocidad de obturación porque, siendo mediodía y con la fuerza solar, la luz es muy dura. He tomado algunas instantáneas en las que, además del detalle de la mesa ritual y las llamas, capto cómo los mineros, al son de la música y con botellas de cerveza “Huari”, giran en torno a la mesa y las llamas, “ch ́allando” la tierra y sobre los propios animales.
Once instantáneas para ser precisos son las que han quedado grabadas en mi tarjeta SD, porque, de pronto, uno de los mineros que dice ser el presidente de la cooperativa se aproxima a mí y, en cierto tono imperativo, me apremia a no tomar más fotografías. Aunque Natilena, que está a mi lado, trata de hablar con él y explicarle el motivo de mi visita periodística, el minero resulta tajante sin atender a explicaciones.
La frustración por no poder documentar gráficamente un ritual tan identitario como es la ch’alla al “Tío de la Mina” y ejemplo del sincretismo de la sociedad orureña podría haberse apoderado de mí. Sin embargo, desde el respeto, la comprensión y la empatía, entendiendo que la intención del minero es proteger un ritual ancestral que a ojos animalistas no estaría bien visto, amigablemente guardo mi cámara y me dedico a retener con mis cinco sentidos todo lo que voy a vivir en estas algo menos de dos horas a las puertas y en el interior de la mina.
Aunque resulte paradójico en una sociedad cautiva de la imagen y las redes sociales, hay veces en las que una imagen no vale más que mil palabras. Y, además de estas mil palabras que nos han llevado a las puertas de la ch’alla al “Tío de la Mina”, dios de la profundidad al que, con la “ch ́alla” se le pide permiso y fortuna para la explotación del mineral, harían falta otras más de mil palabras para explicar y entender este ritual, siempre desde el respeto, porque un periodista de viajes está para documentar, no para emitir juicios de valor.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.