Pan de oro de Kanazawa: entre la eternidad del oro y lo efímero del consumo

Por Ana Oubiña Cousido.

En Kanazawa, ciudad históricamente apartada de los grandes centros de poder de Japón, florece una de las tradiciones más delicadas y simbólicas del país: la fabricación de pan de oro (kinpaku). Más que un ornamento, el pan de oro de Kanazawa es una capa finísima de historia, espiritualidad y resistencia cultural, cuya producción sigue viva más de 400 años después de sus inicios.

La historia se remonta a 1593, cuando bajo la supervisión de Toshiie Maeda, fundador del clan Kaga, se inició la producción local de pan de oro. El clan Maeda, al margen de las guerras de poder del periodo Sengoku, promovió el desarrollo cultural y artístico de su dominio. Kanazawa se convirtió así en un centro artesanal, especialmente prolífico en lacados, cerámicas y, sobre todo, en la manufactura del pan de oro, una actividad que más tarde se practicaría en secreto durante el periodo Edo, debido a su prohibición fuera de Kyoto y Edo por parte del shogunato Tokugawa.


Hoy, Kanazawa es el único centro de producción de pan de oro en todo Japón, tras la desaparición de esta industria en otras ciudades históricas. La razón de su persistencia no es solo histórica, sino también natural: el clima, la alta humedad y la calidad del agua de la región permiten que el oro se pueda trabajar con una delicadeza extraordinaria.


El proceso artesanal, es una coreografía precisa que combina aleación de metales, prensado mecánico, uso de papeles especiales preparados con claras de huevo y taninos, y hasta tres meses de preparación de los materiales antes de conseguir una hoja de apenas 1-1,2/10000 milímetros de grosor. Una hazaña técnica que se transmite generación tras generación.


Históricamente, el pan de oro se ha utilizado para decorar altares budistas, biombos, templos (como el salón dorado de Chusonji o el célebre Kinkaku-ji en Kyoto) y diversos objetos rituales. En 1977, el Ministerio de Industria y Comercio Internacional lo declaró material esencial para la producción artesanal tradicional japonesa, reconociendo su relevancia cultural y simbólica.


Sin embargo, en las últimas décadas el pan de oro ha vivido una transformación: de símbolo religioso a producto de consumo turístico. Hoy se lo encuentra sobre helados, cafés, cosméticos y mascarillas faciales. En tiendas como Sakuda, incluso los baños están recubiertos con pan de oro y platino. Esta espectacularización del oro plantea una tensión cultural: ¿Preservación o trivialización? Es decir, ¿Se está manteniendo viva una tradición o vaciándola de significado al convertirla en algo meramente decorativo y superficial? Lo curioso es que el pan de oro no tiene sabor. Esto se debe a que está hecho de oro puro al 99,9%, un material químicamente inerte que no se disuelve ni reacciona con las papilas gustativas. No aporta aroma, textura ni gusto. Se ingiere por lo que representa, no por lo que sabe.


Su función es visual y simbólica: lujo, pureza, eternidad. Comerse una lámina de oro —inodora, insípida y sin valor nutricional— puede parecer un gesto frívolo. Pero, en el fondo, revela una paradoja: lo que antes se consideraba eterno y sagrado, ahora se convierte en experiencia fugaz, diseñada para el consumo visual y compartible en redes sociales. La belleza que antes se contemplaba en silencio, hoy se digiere en segundos.

¿Está mal este cambio? No necesariamente. La popularización del pan de oro también ha dado visibilidad internacional a la artesanía japonesa. Pero no deberíamos perder de vista que cada hoja representa horas de trabajo, siglos de historia y un equilibrio frágil entre tradición y modernidad.

En Kanazawa, el oro no solo brilla: cuenta una historia. Y depende de nosotros decidir si solo queremos admirarlo, consumirlo o, quizás, comprenderlo.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.

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