Por Laia Ávila.
La última campanada del año me sacudió como el cava que se desbordaba al chocar las copas. La cuenta atrás había comenzado, y el gran día se acercaba. No puedo evitar que una mezcla de emoción y miedo se apodere de mí cada vez que miro el calendario de reojo.
En septiembre, tomé la decisión de zarpar hacia un nuevo mar de aprendizaje. Sabía que junto a esa decisión vendría un viaje. Le di mil vueltas, pero siempre volvía al mismo lugar: Borneo. Desde niña, esa isla me ha cautivado.
Una tarde de verano, mi madre me regaló un libro: Un verano en Borneo, de Pilar Garriga. Aquel relato encendió en mí una chispa que nunca se apagó del todo, una curiosidad que fue creciendo en silencio. Ahora, ese lugar largamente esperado, me tiende la mano. Es mi momento de conocer, por fin, esa selva imaginada.

Siempre he creído en la importancia de avistar la fauna de manera respetuosa y preservar el medio ambiente cuando se viaja, pero a medida que profundizo con la preparación de mi TMF, me doy cuenta de lo complejo que es. Aparentemente parece sencillo hablar de conservación, pero aplicarlo de manera íntegra es todo un reto. Lo que parecía claro se va tornando más difuso, y la alineación entre mis valores y la práctica real se muestra mucho más difícil de lo que imaginaba.
Por ejemplo, lo que para mí antes era un encuentro con animales en su hábitat, después de hablar con profesionales del turismo responsable con animales, se me presenta como una experiencia mucho más cargada de responsabilidad. Observar a los animales no se trata solo de disfrutar de su presencia, sino de ser consciente de cómo mi mirada, mi intervención o incluso mi presencia, puede alterar su entorno.
La observación de fauna se ha convertido en un acto reflexivo, en una oportunidad para cuestionar la ética de nuestra relación con la naturaleza y los seres que la habitan. Esta reflexión sobre la observación de la fauna me lleva a pensar en cómo lo sencillo se convierte en un caos cuando te sumerges de lleno en ello. Durante mi proceso de investigación y preparación para mi TFM, me he encontrado con momentos en los que pensaba que lo tenía todo claro, que ya había encontrado qué quería transmitir y cómo.
Pero justo cuando siento que he dado con la clave, algo cambia, algo aparece que lo pone todo en duda. Es como ese momento en el que, con plena seguridad, crees tener una idea clara, y de repente, una nueva perspectiva o información te hace explotar la cabeza. El reto de este proceso es que, cuanto más lo exploro, más me doy cuenta de la distancia entre lo que fantaseamos y lo que realmente es.
Suelo imaginarme un escenario ideal en el que tengo acceso a mil contactos, en el que la información fluye con facilidad, y todo encaja a la perfección. Pero la realidad es otra. Los contactos no se encuentran tan fácilmente y las respuestas son muy lentas o inexistentes. Esta contradicción entre la fantasía y la realidad es una de las lecciones más reveladoras, porque al final, me doy cuenta de que la flexibilidad, la capacidad de adaptarme a los cambios y aprender de ellos, es lo único que me permite avanzar.
A veces me siento insuficientemente preparada para un viaje tan diferente, lleno de incertidumbre. El miedo a lo desconocido, a no saber cómo reaccionar, a no estar a la altura, genera inseguridades que me hacen dudar de mis capacidades. Sin embargo, también surge la promesa de hacerlo bien, aunque no sea perfecta, de lanzarme al vacío y aprender con cada paso.
Porque a veces, el miedo es lo que me motiva a avanzar, lo que me da la fuerza para enfrentar lo inalcanzable. La única forma de aprender realmente es saltar al abismo, aunque el miedo esté presente. Como me mostró Un verano en Borneo, cada viaje tiene su propio ritmo, sus desafíos y descubrimientos, y sé que el mío ya ha comenzado.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.