Por Jean Pierre Prieto.
En el corazón del norte de Bolívar, Colombia a tan solo 50km de Cartagena de Indias hace 422 años, un grupo de esclavizados africanos liderados por Benkos Biohó fundó un palenque que hoy se reconoce como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Este es San Basilio de Palenque, ese que no solo es una expresión viva de resistencia, sino también el primer pueblo libre de América que se convierte en un hito imborrable para la historia afrocolombiana y del mundo.

El término palenque proviene de “empalizada”: estructuras de estacas de palo que se clavan en el suelo para marcar un territorio. Allí, en la espesura montañosa, hombres y mujeres cimarrones (esclavizados africanos) que escaparon del yugo español encontraron un refugio y construyeron comunidad, cultura y libertad.
Biohó, considerado como un héroe ancestral, lideró esta rebelión con estrategias ingeniosas y simbólicas. Una de ellas fueron las ajustadas trenzas en las cabezas de las mujeres, cuidadosamente tejidas para formar mapas con rutas de escape. En sus cabellos también escondían granos, oro y pequeños objetos valiosos para asegurar su propia supervivencia. La segunda estrategia fue “la lengua tradicional palenquera”, una lengua criolla única que nació con la necesidad de comunicarse con los africanos sin que los colonizadores entendieran, en la cual mezclaron Ki kongo y Kimbundu (lenguas africanas) con el español, portugués, y rastros del francés e inglés.
Un calor envolvente abraza a esta comunidad y los une cada día como una gran familia. Sus creencias y costumbres forjan lazos profundos que no cualquiera logra comprender… las creencias ancestrales marcan cada paso de su cotidianidad. Para ellos, la conexión con África es más que espiritual, es eterna. Su visión del mundo se divide en tres dimensiones: el presente, el mundo de los muertos y el del Mohán, un ser místico que aparece en los arroyos y actúa como puente entre ambos mundos.
La espiritualidad los caracteriza, sobre todo con un ritual conmovedor “El Lumbalú», que significa “dolor colectivo”. Se realiza cuando alguien fallece y dura nueve días y nueve noches, en honor a los nueve meses
de gestación que atraviesa la mujer. El último día es especialmente simbólico, sobre las cuatro de la madrugada, la comunidad recorre los mismos caminos que el muerto transitó en vida, mientras entonan la canción ritual “A pilá el arroz” y ellos no dicen que el alma se va al cielo, sino que renacerá nuevamente en su tierra: en África.
Al adentrarse un poco más en este palenque, la música es más que arte, es existencia y resiliencia. Se escucha en cada rincón en forma de champeta, mapalé y tambores que vibran con la piel y el corazón. Este gentilicio dice que es “el eje que transversaliza la vida y la muerte”. Incluso su forma de hablar tiene un tono musical, un “cantadito” que resuena como eco de su herencia.
En una pequeña calle rodeada de sequía y empalizadas, así como la gran mayoría de todas en este territorio, se encuentra la cocina de Ruperta Cañate, una cocinera tradicional que, con más de 70 años de experiencia, prepara dulces y cocadas que forman parte esencial de la identidad gastronómica palenquera.
La policía en muchas formas, no existe para ellos. El orden no depende del Estado, es la comunidad quien se autorregula mediante líderes encargados de custodiar la paz y la justicia. Es un ejemplo viviente de autonomía y cohesión. La bandera de Palenque ondea con tres colores que hablan por sí solos: el verde, por la tierra y las montañas, el azul por el agua del arroyo que los conecta con África y el negro, por la dignidad y el orgullo de su gente.
“San Basilio de Palenque no solo representa una memoria viva de resistencia afro, sino que confirma que la resiliencia cultural, lingüística y espiritual puede perdurar por los siglos reafirmando que la libertad también se hereda”.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.