Viajar no es descansar

Por Miguel Digón

No fue fácil elegir una sola clase ni un solo profesor. Pero hay frases que se quedan grabadas más allá de las notas, que sobreviven incluso a la mala caligrafía de mi caótico cuaderno. En mi caso, fue aquella frase de Jordi Canal Soler, en la asignatura de Narrativa de Viajes: «Viajar no es descansar».

Podría parecer una obviedad, pero para mí fue una revelación. Porque viajar, sobre todo cuando se viaja con la intención de escribir, es en realidad una forma de poner el alma en perpetuo movimiento. Jordi lo decía con una calma que contrastaba con la intensidad de la frase. Viajar no es descansar, entendí entonces, no sólo por el cansancio físico de los trayectos, los vuelos o las caminatas. Para mí, viajar siempre ha significado caminar divagando por las ciudades, perderme en calles desconocidas y sentir que cada paso puede contar una historia. En los viajes largos siempre llevo un par de tenis viejos; no porque sean cómodos, sino porque los convierto en una especie de reliquia viajera. Al final del recorrido, los dejo en algún rincón del mundo como un gesto de gratitud, un pequeño rito personal que marca el cierre de una transformación.

Pero el verdadero cansancio del viaje no está en los pies, sino en el alma. Es ese esfuerzo constante por mirar con  otros ojos  por mantener viva la curiosidad incluso cuando el cuerpo pide una tregua. Y es un cansancio que no se sufre, se goza. Porque, como descubrí en aquella clase, viajar es desafiar la comodidad, romper la rutina, aceptar que cada desplazamiento es también un cambio interior.

Desde hace muchos años  cada destino se me presenta como un vaivén emocional. Jordi hablaba del viaje como una marejada, la corriente que nos arrastra, nos sacude y finalmente nos deposita en una orilla distinta de la que partimos. En esa metáfora encontré una verdad profunda. El viaje transforma, pero la transformación más ardua llega después, cuando uno intenta asimilar lo vivido y dibujarlo con palabras.

Quizá por eso escribir sobre los viajes es también una forma de no descansar. Volver a las notas, a las sensaciones, a los olores y sonidos, es revivir el trayecto una y otra vez. Es convertir el movimiento en relato. Y ahí radica el esfuerzo del cronista de viajes: transformar el cansancio en significado, el camino en historia.

Recuerdo que un amigo —el mejor ex que he tenido— solía decirme que mi forma de caminar por el Centro Histórico de la Ciudad de México era como la de un niño en Disneylandia: cada edificio, cada esquina, cada mercado era una atracción. Tal vez tenía razón. En cada ciudad busco esa chispa de asombro que me hace sentir pleno, esa sensación de estar frente a algo irrepetible. Porque cuando viajo, el tiempo no alcanza, y aun así no quiero detenerlo.

Esta misma inquietud me acompaña hoy en mi Trabajo de Fin de Máster, centrado en Yeda y en la figura de Ali Bey. Como él, busco comprender los paisajes no sólo con la mirada, sino con la escritura; y como él, sé que cada desplazamiento implica una entrega. “Viajar no es descansar” me recuerda que el verdadero viaje no termina en el destino, sino en la capacidad de narrarlo. Que el descanso no llega al volver a casa, sino cuando las palabras logran capturar, aunque sea por un instante, la intensidad de haber estado en otro lugar. Porque al final, viajar, como escribir, no es un descanso. Es una forma de estar plenamente despierto, como si fuéramos sonámbulos que se niegan a abrir los ojos, porque ven mejor sin ellos.

Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes de la School of Travel Journalism.

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