Por Carles Sancho Llácer.
Hace justo un año, si alguien me hubiera dicho que mi Trabajo de Fin de Máster sería un libro sobre un santuario de fauna en Bolivia, probablemente habría sonreído con escepticismo. No por desinterés,
sino porque, como periodista de formación científica, lo mío siempre había sido lo tangible, lo demostrable, lo que se puede medir. Pero este máster, y especialmente este TFM, me están enseñando que hay otras formas de contar la verdad. Que hay verdades que se intuyen, que se sienten, que se revelan en la pausa.

Estoy en el ecuador de mi proyecto. En el proceso interno, ese que se cuece mientras tomo notas en mi libreta empapada de selva, mientras escucho rugidos a lo lejos o acaricio el lomo de un puma que ya no puede ser libre, pero que aún guarda dignidad en la mirada.
He descubierto que mi forma de mirar ha cambiado. Antes enfocaba el destino desde fuera, con la cámara siempre lista y el cuaderno ansioso. Ahora observo desde dentro. Ya no solo documentaré lo que veo, sino lo que vivo. El santuario Ambue Ari no es solo un escenario: es parte de mí. He aprendido que la narrativa de viajes no siempre se construye desde la distancia analítica, sino desde la inmersión emocional.
He integrado, sin darme cuenta, muchas de las herramientas de clase: la estructura del reportaje literario, la potencia del detalle, la fotografía como acto narrativo, el uso de la voz propia sin miedo a lo íntimo. También he comenzado a ensayar la mezcla de lenguajes, como aprendimos en el módulo de radio: escribir con sonido, narrar con imagen. Los códigos QR en mi libro no serán un adorno tecnológico, sino un puente hacia una experiencia inmersiva.
Pero hay algo que aún me pesa: el miedo a no estar a la altura de la historia que quiero contar. El santuario no es un parque temático de emociones. Es un lugar donde cada animal tiene detrás una tragedia. Donde cada cuidador carga una historia de renuncias. Donde la selva lo envuelve todo y a veces lo engulle. Mi mayor duda es cómo equilibrar la belleza y la crudeza, la épica de la conservación con la fragilidad de los que la ejercen. No quiero romantizar, pero tampoco despojar de poesía lo vivido.
Mi escritura se ha hecho más pausada, más atenta, más honesta. Y no desde el drama fácil, sino desde la verdad sensible. Quiero que quien lea mi libro sienta el olor de la tierra mojada al amanecer, el temblor en las piernas al escuchar a un jaguar cerca, la ternura de un voluntario acariciando a un gato herido. Quiero que sienta lo que yo siento, pero también que se cuestione lo que yo me cuestiono. Porque sí, ha habido un cambio profundo. Antes creía que el periodista debía mantener cierta distancia.
Hoy creo que esa distancia a veces es cobardía. He entendido que contar el mundo también es exponerse a él. Que ser periodista de viajes no es solo tener pasaporte y grabadora, sino cuerpo, corazón y compromiso.
No sé aún qué tipo de periodista seré al terminar el máster, pero sé que quiero ser uno que incomode desde el respeto, que emocione sin manipular, que informe sin anestesiar. Alguien que, en medio del ruido, sepa también escuchar el silencio. Y es que en las pausas —como esta semana sin clases— también pasan cosas importantes. A veces, en el no hacer, ocurre la verdadera transformación.
Este artículo forma parte de las prácticas realizadas por los alumnos del Máster en Periodismo de Viajes y Máster en Periodismo Gastronómico de la School of Travel Journalism.